"Francis Daubresse" por Almudena García-Orea Álvarez

 

    Francis Daubresse nace el 1 de Marzo de 1955 en Soissons, localidad francesa próxima a la región de Valois, zona de gran riqueza histórica que se vio aniquilada tras los horrores de la Primera Guerra Mundial. Este contraste entre la belleza y la tragedia en un mismo espacio, dejará una huella determinante en el pintor. Toda su vida se verá atravesada por esa imaginaria línea divisoria entre el culto por la pureza y la fascinación por el caos.

    Su lugar de nacimiento, escenario tragicómico entra la implacable influencia norteña y el librepensamiento latino, será en cierto modo un teatro abstracto en el que se confronte la dualidad de una Europa siempre antitética.

    Al mismo tiempo, su infancia nutrida por una educación estricta en su entorno de cerrado provincianismo, será el catalizador para un viaje sin fin que le hará desembarcar en un París imaginado, pero ya inexistente, en el que sólo quedan los demoledores rescoldos de Mayo del 68.

    La resaca de aquel sueño parisino, le impulsará, una vez terminados sus estudios en las Escuelas des Arts Decoratifs y des Beaux Arts, a presentarse al concurso de la Casa de Velázquez. Esta institución vendría a ser la puerta de entrada en España, país que suscitaba el interés general, en un momento en el que se estaba liberando del fantasma de la posguerra, y que para el pintor no era sino un mundo todavía envuelto en el misterio. Por entonces ya había empezado a viajar por Europa y comenzaba a tener una idea propia acerca de los contrastes y peculiaridades de cada país.

   En Madrid, mientras estudia los clásicos españoles, descubrirá una España nueva, escenario de la Transición, en la que se sumerge de lleno. Los años vividos en esta primera etapa son tan determinantes que decide instalarse en la capital de España. Allí permanece desde entonces, aunque visita a menudo su comarca natal, lo que mantiene en su memoria la constante presencia de la dualidad, fuente de inspiración de su trabajo. Es su mundo un lugar donde desaparecen los valores tradicionales, y en donde el pintor manejará diversas fuentes de información, planteando su ambivalente relación con una realidad subjetiva.

    Desde su estudio en Madrid, este pintor paradójicamente sedentario, continúa sin embargo investigando en un mundo propio, limitado por fronteras que él mismo ha establecido, y en el que la importancia de la vida de una calle puede alcanzar igual protagonismo que el de una región entera. De todos los viajes que llega a realizar, hay uno especialmente diferente, el que le llevará a conocer la tierra de Andalucía, tan parecida y tan distinta a su tierra natal. Esta vivencia dejará en el pintor una huella, que se materializará más adelante en su primera exposición, verdadero homenaje al entorno sevillano.

    Su evolución estética recorrerá un mundo diverso reflejado en visiones distintas. Desde la mirada del “voyeur” describirá un universo en el que se siente extraño pero a la vez actor. Quiere reconstruir, con gran rigor arquitectónico, casi cubista, las aberraciones urbanas que le rodean, mediante engaños visuales, a modo de falsas perspectivas o trampantojos. Y en estos espacios aparecerán unos curiosos personajes venidos de otros escenarios, que nos inducen a reinterpretar el paisaje urbano.

    En sus obras se evidencia un dominio absoluto de la perspectiva y un hábil manejo, similar al del malabarista, capaz de poner el mundo del revés, incrustando múltiples puntos de vista, emborronando intencionadamente la tendencia a la perfección y el orden, que se escapa de tapadillo, por entre las rendijas de una aparente desorden que invita a bucear, rescatando historias no contadas de forma explícita.

    La personalidad del pintor corre pareja a sus experiencias vitales, y se debate en ese dualismo que gravita entre el rincón solitario y la bulliciosa sociedad, entre la fealdad y el sentido de la perfección inalcanzable, entre la apariencia de la ciudad y la imagen real que se oculta en los más desconocidos rincones.

    Las fuentes de las que el pintor extraerá el desbordante mundo representado, proceden de su propia experiencia de lo cotidiano, de la imagen real o extraída de su almacén cinematográfico personal, de la percepción del mundo como una realidad en movimiento, en el que no existe el tiempo, ni nada es definitivo. El mundo es, para Daubresse, más amado, cuanto más incontrolable y fugitivo.

    En sus obras, acaricia y golpea el mismo tiempo los lienzos, pintando con una paleta aparentemente fría, de la que emergen pequeños guiños de intenso colorido, revistiendo el soporte de múltiples textura, mezclando al óleo el uso de la pasta de madera, o insertando collages de sus propias acuarelas, donde un nuevo mundo, distinto al del lienzo pintado, se asoma como para alterar su sentido primitivo, al tiempo que agiliza la composición del cuadro.

    A través de su pintura no sólo expresa sus sensaciones, también cuenta historias que son su propia historia y las historias de todos. Para él, el espectador es un tema más del propio cuadro al que pretende incluir en lo representado, utilizando engaños, exigiendo la implicación mediante la sugerencia, impidiendo que sea un mirón más, aguijoneando su mente con la intención de que descubra por sí mismo, no lo que ve, sino lo que no ve pero está ahí, oculto a primera vista, latiendo con toda su fuerza y sentido.

    La ciudad y el paisaje serán los marcos preferidos en los que el pintor mueve sus desnudad sombras, entre las que se aloja con frecuencia el hombre muerto, herido o sencillamente dejado.

    La ciudad interpretada desde la dualidad de unos interiores cargados de inmediatez, que irrumpen en unos exteriores que engañan, juega, e ironizan despojando a la realidad de los que la hace real.

    Los paisajes que fueron reales, adquieren la naturaleza de sueños que amenazan con desaparecer, desvaneciéndose en ellos la posibilidad de estar, de tener un presente, y en los que el hombre anda sin futuro.

    El hombre, a menudo desnudo, desamparado en su intemporalidad, rezuma soledad y curiosidad ante un mundo ajeno, en el que aparece a veces escondido tras una sombra imprevista. Desconocemos su estado de ánimo, y será el espectador quien tendrá que acabar la historia esbozada por el pintor.

    En todos los ámbitos que trata, el pintor inserta collages, objetos extraídos de la pintura que representan el mundo exterior, proporcionando pequeñas historias para que el espectador pueda realizar su propia creación.

    Con un intencionado gesto hacia ese mismo espectador, incorpora personajillos que nos hostigan o nos transmiten inquietud, para diluirse de vez en cuando, ante la aparición de un edificio reconocible, de una sugerencia familiar que nos ampara en forma de rejillas, de baldosas, de dameros, de objetos próximos, colocados allí con objeto de desviar nuestra atención.

    La realización de cuadros dobles, tiene que ver con este juego de camuflajes, en el que una simple mirada puede abarcar toda la belleza de la obra, pero no la intención final. El pintor busca en definitiva una recreación en el que el espectador se inserte sin pretenderlo en la obra.

    Siguiendo esta línea que roza el juego, llega incluso a realizar lienzos que contienen cuadros dobles o incluso dobles lienzos que permiten jugar con lo expresado obteniendo un efecto multiplicador que logra transmutar en diversas obras a un mismo tiempo. Es un modo más de disolver el efecto perverso de la desesperación, el ocaso, la soledad, la nostalgia, o la decadencia, mediante la sutil ironía, que se enfrenta a todo ese cúmulo de sentimientos, logrando un efecto desdramatizador.

    En la experiencia personal de Francis Daubresse y en su propia obra pictórica también, hay lugar para una bestieja como el lagarto, icono que el autor extrajo de un objeto tan cotidiano como el jabón “Lagarto” y que aparece colgado de sus cuadros. La imagen del pequeño reptil, feliz e inofensivo, símbolo del buen augurio, del placer absoluto y egoísta, terminó por constituir una especie de “alter ego” en el que el pinto se reconoce, y como el lagarto, se retrae a su mundo interior, a su taller en la sombra, para salir al fin de su voluntario estado de retiro y salir a la calle, a ese espacio soleado, en el que ambos recrean su instintivo pacifismo.